Martes, 2 de Agosto de 2022

¿Tener o ser? Erich Fromm:

 

Ejemplos  sobresalientes  en  la  historia  son  los  hijos  y  las  hijas  de  los  ricos  del  Imperio  Romano,  que abrazaron la religión de la pobreza y el amor; otro es Buda, que era un príncipe y tenía todo el placer y el lujo que pudiera desear, pero descubrió que tener y consumir causan infelicidad y sufrimiento.  Un ejemplo más reciente (en la segunda mitad del siglo XIX) son los hijos y las hijas… de la clase superior rusa: los Narodniki [populistas].   Al advertir que ya no podían soportar la vida de ocio e injusticia en que habían nacido, esos jóvenes dejaron a sus familias, se unieron a los campesinos pobres, vivieron con ellos, y ayudaron a echar las bases de la lucha revolucionaria en Rusia.

Podemos advertir un fenómeno similar entre los hijos y las hijas de los ricos en los Estados Unidos y en Alemania,  quienes  consideran  aburrida  y  sin  sentido  la  vida  en  sus  casas  ricas;  pero  más  que  eso, encuentran insoportable la insensibilidad del mundo ante los pobres y la corriente que nos arrastra hacia una guerra nuclear en obsequio de la egolatría individual.  Por ello, esos jóvenes se alejan de sus hogares, buscando  un  nuevo  tipo  de  vida,  y  se  sienten  insatisfechos  porque  no  tienen  oportunidad  de  realizar esfuerzos  constructivos. Muchos  de  ellos  fueron  originalmente  los  más  idealistas  y  sensibles  de  la generación joven; pero en este punto, faltándoles tradición, madurez, experiencia y sabiduría política, se sienten  desesperados, narcisistamente sobrestiman  sus capacidades y posibilidades, y tratan de lograr lo imposible mediante el uso de la fuerza.   Forman los llamados grupos revolucionarios y esperan salvar al mundo  con  actos  de  terror  y  destrucción,  sin  advertir  que  sólo  contribuyen  a  la  tendencia  general  a  la violencia  y  a  la  inhumanidad.   Han  perdido  su  capacidad  de  amar  y  la  han  remplazado por el deseo de sacrificar sus vidas. (El sacrificio de sí mismo con frecuencia es la solución para los que ardientemente desean amar, pero que han perdido la capacidad de hacerlo y ven el sacrificio de sus vidas una experiencia amorosa del más alto grado).   Pero estos jóvenes que se sacrifican son muy distintos de los mártires del amor, que desean vivir porque aman la vida, y que aceptan la muerte sólo cuando se ven obligados a morir para no traicionarse.  Los actuales jóvenes que se sacrifican son los acusados, pero también los acusadores, al mostrar que en nuestro sistema social algunos de los jóvenes mejor dotados llegan a sentirse tan aislados y  sin  esperanzas  que  para  librarse  de  su  desesperación  sólo  les  queda  el  camino  de  la  destrucción  y  el fanatismo.

Cada paso nuevo encierra el peligro de fracasar, y esta es una de las razones por las que se teme a la libertad. (Éste es el tema principal de El miedo a la libertad).

Predominantemente,  las relaciones de “tener” son pesadas, cargantes, llenas de conflictos y celos.

En  términos  más  generales,  los  elementos  básicos  en  la  relación  entre  los  individuos  del  modo  de existencia  de  tener  son  la  competencia,  el  antagonismo  y  el  temor.

Aunque sólo tenga pocas  oportunidades  de  ganar,  una  nación  iniciará  una  guerra,  no  porque  sufra  económicamente,  sino porque el deseo de tener más y de conquistar estará profundamente arraigado en su carácter social.

En  oposición  a  las necesidades fisiológicas, como el hambre, que tienen un punto definido de saciedad debido a la fisiología del cuerpo, la codicia mental (toda la codicia es mental, aunque se satisfaga a través del cuerpo) no tiene un punto  de  saciedad,  ya  que  la  consumación  no  llena  el  vacío  interno,  el  aburrimiento,  la  soledad  y  la depresión  que  se  supone  que  debe  satisfacer.

La idea de una sociedad sin clases en un llamado mundo socialista lleno del espíritu de codicia es una idea tan ilusoria (y peligrosa) como la paz permanente entre naciones codiciosas.

Cuando los movimientos religiosos y políticos se petrifican y la burocracia dirige al pueblo mediante sugestión y amenazas, se deja de compartir.

George Groddek, uno de los más grandes  psicoanalistas,  aunque  relativamente  poco  conocido,  acostumbraba  comentar  que  un  hombre, después de todo, sólo lo es durante unos minutos; la mayor parte del tiempo es un niño pequeño.   Desde luego,  Groddek  no  quiere  decir  que  el  hombre  se  vuelve  totalmente  un  niño  pequeño,  sino  sólo  en  ese aspecto, que para muchos hombres es la prueba de su hombría.

¿Qué es el placer?   Esta palabra se usa de distintas maneras, pero considerando su uso en el pensamiento popular,  parece  conveniente  definirlo  así:  la  satisfacción  de  un  deseo  que  no  requiere  actividad  (en  el sentido vital).  Este placer puede ser muy intenso: el placer de tener éxito social, ganar más dinero, sacarse la lotería; el convencional placer sexual; de comer hasta hartarse; de ganar una carrera; el estado producido por  las  bebidas  alcohólicas,  el  trance  o  las  drogas  heroicas;  el  placer  que  produce  satisfacer  el  propio sadismo, la pasión de matar o de desmembrar lo que está vivo. Desde luego, para hacerse ricos o famosos, los individuos deben mostrarse muy activos en el sentido de estar  ocupados,  pero  no  en  el  sentido  de  “nacer  dentro  de  sí  mismos”.   Cuando  han  alcanzado  su  meta pueden  sentirse  “emocionados”,  “intensamente  satisfechos”,  creer  que  han  alcanzado  la  “cumbre”;  pero ¿cuál cumbre?   Quizá la de la excitación, de la satisfacción, un estado de trance o de orgía; pero pueden haber alcanzado esto impulsados por pasiones que, aunque humanas, sin embargo son patológicas, ya que no  conducen  a  una  solución  intrínsecamente  adecuada  para  la  condición  humana.    Tales  pasiones  no producen mayor desarrollo y fortaleza, sino, al contrario, una invalidez humana.  El placer del hedonismo radical,  la  satisfacción  de  nuevos  deseos,  los  placeres  de  la  sociedad  contemporánea  producen  distintos grados de excitación, pero no alegría.  De hecho, la falta de gozo obliga a buscar placeres siempre nuevos, cada vez más excitantes.

La alegría por el sexo sólo se siente cuando la intimidad física es al mismo tiempo la intimidad del amor.

En el desarrollo cristiano, hasta el nombre del Evangelio (buena nueva) muestra el lugar central del júbilo y la  alegría.   En  el  Nuevo  Testamento,  la  dicha  es  el  fruto  de  haber  renunciado  a  tener,  mientras  que  la tristeza es el estado de ánimo del que se aferra a las posesiones. (Véase, por ejemplo, San Mateo 13:44 y 19:22.) En muchas expresiones de Jesucristo, el gozo se concibe como concomitante de vivir en el modo de ser.  En su última alocución a los apóstoles, Jesús les habló de la alegría en la forma final: “Estas cosas os he hablado, para que mi gozo esté en vosotros, y vuestro gozo sea cumplido” (San Juan 15:11).

Las afirmaciones de Spinoza sólo se comprenden plenamente si las colocamos en el contexto de todo su sistema  de  pensamiento.   Para  no  decaer,  debemos  tratar  de  acercarnos  a  “un  modelo  de  la  naturaleza humana”,  esto  es,  debemos  ser  óptimamente  libres,  racionales,  activos.    Debemos  llegar  a  ser  lo  que podemos  ser.   Esto  debe  entenderse  como  el  bien  que  es  potencialmente  inherente  a  nuestra  naturaleza. Spinoza entiende por “bueno” “aquello que sabemos ciertamente que es un medio para acercarnos más y más  al  modelo  de  la  naturaleza  humana  que  nos  hemos  propuesto”;  y  “por  malo,  en  cambio,  entiendo aquello que sabemos ciertamente que nos impide reproducir ese mismo modelo (Ética, 4, Prefacio, p. 174) .

La alegría es el bien; la tristeza (tristitia) es el mal.  La alegría es una virtud; la tristeza es un pecado.

La alegría, pues, es lo que sentimos en el proceso de acercamos más a la meta de ser nosotros mismos.

Cuán opresivas o cuán liberales son las leyes y cuáles son los medios para su cumplimiento son cosas de poca importancia en relación con el  problema  capital:  la  gente  debe  aprender  a  temer  a  la  autoridad,  y  no  sólo  a  los  policías  que  “hacen cumplir  la  ley”  con  sus  armas.   Este  temor  no  basta  para  salvaguardar  el  funcionamiento  adecuado  del Estado;  el  ciudadano  debe  internalizar  este  temor,  y transformar la obediencia en una categoría moral y religiosa: el pecado.

La  gente  no  sólo  respeta  por  miedo  la  ley,  sino  también  porque  se  siente  culpable  si  desobedece.   Este sentimiento de culpa puede quedar superado por el perdón que sólo la misma autoridad puede otorgar.  Las condiciones  para  este  perdón  son:  el  arrepentimiento  del  pecador,  su  castigo,  y  al  aceptar  el  castigo someterse de nuevo.  La secuencia es: pecado (desobediencia) -> sentimiento de culpa -> nueva sumisión (el castigo) -> el perdón, lo que es un círculo vicioso, ya que la desobediencia produce un aumento de la obediencia.  Sólo unos cuantos no se dejan intimidar. Prometeo es su héroe.   A pesar del cruel castigo que le aplicó Zeus, Prometeo no se sometió, ni se sintió culpable. Él sabía que quitarles el fuego a los dioses y dárselos a los humanos era un acto de compasión; él desobedeció, pero no pecó.  Como muchos otros héroes del amor (mártires) de la especie humana, rompió la ecuación entre desobediencia y pecado.

La  sociedad  no  está  formada  por  héroes.   Como  las  mesas  sólo  fueron  servidas  para  una minoría, y la mayoría había de servir a los fines de la minoría y sentirse satisfecha con lo que le dejaban, hubo  de  cultivar  la  idea  de  que  la  desobediencia  es  pecado.    El  Estado  y  la  Iglesia  la  cultivaron,  y trabajaron juntos, porque ambos debían proteger sus jerarquías.   El Estado necesitaba de la religión para tener una ideología que fundiera la desobediencia y el pecado; la Iglesia necesitaba creyentes a los que el Estado  hubiera  disciplinado,  en  la  virtud  de  la  obediencia.    Ambos  aprovecharon  la  institución  de  la familia, cuya función era educar a los hijos en la obediencia desde el primer momento en que mostraran voluntad propia (generalmente, por lo menos, desde el inicio del control de esfínter).   La voluntad propia del  niño  debía  quedar  doblegada  para  prepararlo  para  su  ulterior  funcionamiento  adecuado  como ciudadano.

Vivimos en el modo de tener en la medida en que internalizamos la estructura autoritaria de la sociedad.

Santo Tomás de Aquino afirmó: “A Dios no podemos  ofenderlo,  a  menos  que  actuemos  contra  nuestro  propio  bienestar”. Para  Santo  Tomás  de  Aquino  el  bien  humano  (bonum humantim)   no   está   arbitrariamente   determinado   por   deseos   puramente   subjetivos,   ni   por   deseos instintivamente  dados  (“naturales”  en  el  sentido  estoico),  ni  por  la  voluntad  arbitraria  de  Dios.    Está determinado por nuestra comprensión racional de la naturaleza humana y de las normas que, basadas en esta naturaleza, fomentan nuestro desarrollo y bienestar óptimos.

Después de la Caída, hombre y mujer se volvieron plenamente humanos, o sea, dotados de razón, con conciencia del bien y del mal, conscientes de que cada uno era distinto  y de que su unicidad original estaba rota y que se habían vuelto  extraños uno del otro. Estaban juntos, sin embargo se sentían separados y distantes.   Sentían la vergüenza más profunda: la de enfrentarse a un prójimo estando “desnudo”, y simultáneamente experimentaron un alejamiento mutuo, un abismo indescriptible que separa a uno de otro.   “Se hicieron delantales”, y así trataron de evitar el pleno encuentro  humano,  la  desnudez  en  que  se  veían;  pero  la  vergüenza,  y  también  la  culpa,  no  pueden eliminarse con el ocultamiento.  Ellos no se amaban; quizá se deseaban físicamente, pero la unión física no remedia el alejamiento humano.   Que no se amaban lo indican sus actitudes: Eva no trató de proteger a Adán, y él evitó el castigo denunciándola como la culpable, y no la defendió.

¿Qué  pecado  cometieron?    Enfrentarse  uno  al  otro  como  seres  humanos  separados,  aislados,  egoístas, incapaces de superar su separación con la unión amorosa.  Este pecado está enraizado en nuestra existencia humana.   Separados de la armonía original con la naturaleza, la característica del animal cuya vida está determinada  por  los  instintos  innatos,  dotados  de  razón  y  conciencia  de  nosotros  mismos,  no  podemos dejar  de  sentir  nuestra  separación  de  cualquier  otro  ser  humano.   En  la  teología  católica  este  estado  de existencia, de completa separación y alejamiento, sin la redención del amor, es la definición del “infierno”. Es  insoportable  para  nosotros.    Debemos  superar  de  algún  modo  la  separación  absoluta:  mediante  la sumisión o mediante el dominio, o tratando de acallar la razón y la conciencia.  Sin embargo, estos caminos sólo ofrecen un éxito momentáneo, y bloquean el camino de una verdadera solución. Sólo hay una vía para salvarnos de este infierno: dejar la prisión de nuestro egocentrismo, salir y unirnos con el mundo.  Si la separación egocéntrica es el pecado capital, entonces éste se expía mediante el amor. La  palabra  misma  “atonement”  [expiación]  expresa  este  concepto,  porque  su  etimología  se  deriva  de “atonement” (“At-one-ment” ‘ separado por sus partículas, revela claramente el concepto original expresado por este vocablo: “liacerse uzio con”.  “fundirse”. [Ed,]). que en inglés antiguo significa “unión”).  Como el pecado de la separación no es un acto de desobediencia, no necesita ser perdonado, sino remediado; y el amor, no la aceptación del castigo, es el elemento curativo. “Como  obra  de  restitución (Wiederherstellung), el hecho de la salvación parece necesario como  recuperación de la unidad perdida, como restauración de la sobrenatural unidad con Dios y al mismo tiempo la unidad de los hombres entre sí.

En resumen, en el modo de tener, y por ello en la estructura autoritaria, el pecado es la desobediencia, y se supera con el arrepentimiento «el castigo» una sumisión renovada.  En el modo de ser, en la estructura no autoritaria, el pecado es un alejamiento sin solución, pero se supera con el pleno desarrollo de la razón y el amor, y con la unión.

Sólo  hay  una  manera  (que  enseñaron  Buda,  Jesucristo,  los  estoicos,  el  Maestro  Eckhart)  de  superar verdaderamente  el  temor  a  la  muerte,  y  consiste  en  no  aferrarse  a  la  vida  ni  experimentarla  como  una posesión.   El temor a morir no es en realidad lo que parece: el miedo a dejar de vivir.   La muerte no nos preocupa; dijo Epicuro: “Mientras existimos, la muerte no está aquí; pero cuando la muerte está aquí, ya no somos” (Diógenes Laercio).   Seguramente, puede haber miedo a sufrir y al dolor que puede preceder a la muerte, pero este temor es diferente del de morir.   Aunque el miedo a la muerte puede parecer irracional, no lo es si la vida se concibe como posesión.  No sentimos miedo a morir, sino a perder lo que tenemos: el temor de perder mi cuerpo, mi ego, mis posesiones y mi identidad; de enfrentarme al abismo de la nada, de… perderme”.

En la medida en que vivimos en el modo de tener, tememos a la muerte.   Ninguna explicación racional suprimirá este temor; pero puede disminuirse, aun a la hora de la muerte, mediante nuestra reafirmación de nuestro vínculo con la vida, mediante una respuesta al amor de los otros que puede inflamar nuestro propio amor.   La  pérdida  del  miedo  a  morir  no  debe  comenzar  como  preparación  para  la  muerte,  sino  como esfuerzo  continuo  por  reducir  el  modo  de  tener  y  aumentar  el  modo  de  ser. Como decía Spinoza:  Los sabios piensan en la vida, no en la muerte.

Quizá el dato más importante es el deseo de inmortalidad, profundamente enraizado, que se manifiesta en muchos ritos y creencias que intentan conservar el cuerpo humano.   Por otra parte, la negación moderna (específicamente   norteamericana)   de   la   muerte   mediante   el   “embellecimiento”   del   cuerpo   señala igualmente la represión del temor a morir disfrazando la muerte.

El modo de ser sólo existe aquí y ahora (hic et nunc). El modo de tener sólo existe en el tiempo: en el pasado, en el presente y en el futuro.

En el modo de tener, estamos vinculados con lo que hemos acumulado en el pasado: dinero, tierras, fama, posición social, conocimientos, hijos, recuerdos.  Pensamos en el pasado, y lo experimentamos recordando los sentimientos (o los que parecen ser sentimientos) del pasado. (Esta es la esencia del sentimentalismo.) Somos el pasado: podemos decir: “Yo soy lo que fui”.

El presente es el punto donde se unen el pasado y el futuro, una frontera en el tiempo, pero no distinto en calidad de los dos reinos que une.

La experiencia de amar, de gozar, de captar la  verdad  no  ocurre  en  el  tiempo,  sino  en  el  aquí  y ahora.   El  aquí  y el  ahora  es  la  eternidad,  o  sea, la intemporalidad; pero la eternidad no es, como se interpreta mal comúnmente, el tiempo indefinidamente prolongado.

Sin embargo, debe hacerse una importante salvedad respecto a la relación con el pasado.  Aquí nos hemos referido a recordar el pasado, a pensar en éste y meditar sobre él.  En este modo de “tener” el pasado, éste se encuentra muerto; pero también podemos volverlo a la vida.   Se puede experimentar una situación del pasado  con  la  misma  frescura  que  si  hubiera  ocurrido  en  el  aquí  y  ahora;  esto  es,  se  puede  re-crear  el pasado, darle vida (resucitar a los muertos, hablando simbólicamente).  En el grado en que se hace esto, el pasado deja de ser pasado; es el aquí y ahora.

En el modo de tener, el tiempo se vuelve nuestro amo.  En el modo de ser, el tiempo es destronado; ya no es el ídolo que gobierna nuestra vida.

Al no hacer nada, excepto desobedecer las demandas del tiempo, tenemos la ilusión de que somos libres, cuando estamos, de hecho, sólo en libertad bajo palabra fuera de la prisión del tiempo.

 

La sociedad madura. Dennis Gabor:

  • Para soportar la buena fortuna hacen falta más virtudes que para soportar la adversidad. La Rochefoucauld.

  • Entre mis amigos hay tres escritores húngaros que pasaron años en las prisiones y campos de concentración de la Hungría de Rákosi entre 1949 y 1953… Los tres aseguran que nunca se sintieron físicamente mejor ni mentalmente más despiertos que cuando eran alimentados con pan enmohecido, patatas heladas y judías duras como piedras; y en escasa cantidad… Uno de ellos –Paul Ignotus- no se percató de que estaba siendo torturado después de haber estado encerrado toda una larga tarde en una cabina llena de púas por todas partes que le obligaban a mantenerse en posición vertical. Pensó que aquello era algún trabajo mal acabado, pues estaba reflexionando en busca de la respuesta a una pregunta que le había formulado la noche antes un compañero intelectual.

  • ¿Y la seguridad? No en todos pero sí en muchos casos ejerce sobre el hombre unos efectos parecidos a los que escribe Shakespeare: el derroche del espíritu, es un despilfarro de vergüenza (…) apenas ha sido conseguido se desdeña.

  • Arthur Koestler arguye que semejante creencia en los sacrificios humanos, incluso en el propio sacrificio, es un error innato evolutivo del hombre, que posiblemente le lleve a su destrucción, a no ser que podamos producir el equivalente de una mutación por medio de drogas aún no descubiertas.

 

Deja una respuesta

*

Be sure to include your first and last name.

If you don't have one, no problem! Just leave this blank.