¿Tener o ser? Erich Fromm:
Ejemplos sobresalientes en la historia son los hijos y las hijas de los ricos del Imperio Romano, que abrazaron la religión de la pobreza y el amor; otro es Buda, que era un príncipe y tenía todo el placer y el lujo que pudiera desear, pero descubrió que tener y consumir causan infelicidad y sufrimiento. Un ejemplo más reciente (en la segunda mitad del siglo XIX) son los hijos y las hijas… de la clase superior rusa: los Narodniki [populistas]. Al advertir que ya no podían soportar la vida de ocio e injusticia en que habían nacido, esos jóvenes dejaron a sus familias, se unieron a los campesinos pobres, vivieron con ellos, y ayudaron a echar las bases de la lucha revolucionaria en Rusia.
Podemos advertir un fenómeno similar entre los hijos y las hijas de los ricos en los Estados Unidos y en Alemania, quienes consideran aburrida y sin sentido la vida en sus casas ricas; pero más que eso, encuentran insoportable la insensibilidad del mundo ante los pobres y la corriente que nos arrastra hacia una guerra nuclear en obsequio de la egolatría individual. Por ello, esos jóvenes se alejan de sus hogares, buscando un nuevo tipo de vida, y se sienten insatisfechos porque no tienen oportunidad de realizar esfuerzos constructivos. Muchos de ellos fueron originalmente los más idealistas y sensibles de la generación joven; pero en este punto, faltándoles tradición, madurez, experiencia y sabiduría política, se sienten desesperados, narcisistamente sobrestiman sus capacidades y posibilidades, y tratan de lograr lo imposible mediante el uso de la fuerza. Forman los llamados grupos revolucionarios y esperan salvar al mundo con actos de terror y destrucción, sin advertir que sólo contribuyen a la tendencia general a la violencia y a la inhumanidad. Han perdido su capacidad de amar y la han remplazado por el deseo de sacrificar sus vidas. (El sacrificio de sí mismo con frecuencia es la solución para los que ardientemente desean amar, pero que han perdido la capacidad de hacerlo y ven el sacrificio de sus vidas una experiencia amorosa del más alto grado). Pero estos jóvenes que se sacrifican son muy distintos de los mártires del amor, que desean vivir porque aman la vida, y que aceptan la muerte sólo cuando se ven obligados a morir para no traicionarse. Los actuales jóvenes que se sacrifican son los acusados, pero también los acusadores, al mostrar que en nuestro sistema social algunos de los jóvenes mejor dotados llegan a sentirse tan aislados y sin esperanzas que para librarse de su desesperación sólo les queda el camino de la destrucción y el fanatismo.
Cada paso nuevo encierra el peligro de fracasar, y esta es una de las razones por las que se teme a la libertad. (Éste es el tema principal de El miedo a la libertad).
Predominantemente, las relaciones de “tener” son pesadas, cargantes, llenas de conflictos y celos.
En términos más generales, los elementos básicos en la relación entre los individuos del modo de existencia de tener son la competencia, el antagonismo y el temor.
Aunque sólo tenga pocas oportunidades de ganar, una nación iniciará una guerra, no porque sufra económicamente, sino porque el deseo de tener más y de conquistar estará profundamente arraigado en su carácter social.
En oposición a las necesidades fisiológicas, como el hambre, que tienen un punto definido de saciedad debido a la fisiología del cuerpo, la codicia mental (toda la codicia es mental, aunque se satisfaga a través del cuerpo) no tiene un punto de saciedad, ya que la consumación no llena el vacío interno, el aburrimiento, la soledad y la depresión que se supone que debe satisfacer.
La idea de una sociedad sin clases en un llamado mundo socialista lleno del espíritu de codicia es una idea tan ilusoria (y peligrosa) como la paz permanente entre naciones codiciosas.
Cuando los movimientos religiosos y políticos se petrifican y la burocracia dirige al pueblo mediante sugestión y amenazas, se deja de compartir.
George Groddek, uno de los más grandes psicoanalistas, aunque relativamente poco conocido, acostumbraba comentar que un hombre, después de todo, sólo lo es durante unos minutos; la mayor parte del tiempo es un niño pequeño. Desde luego, Groddek no quiere decir que el hombre se vuelve totalmente un niño pequeño, sino sólo en ese aspecto, que para muchos hombres es la prueba de su hombría.
¿Qué es el placer? Esta palabra se usa de distintas maneras, pero considerando su uso en el pensamiento popular, parece conveniente definirlo así: la satisfacción de un deseo que no requiere actividad (en el sentido vital). Este placer puede ser muy intenso: el placer de tener éxito social, ganar más dinero, sacarse la lotería; el convencional placer sexual; de comer hasta hartarse; de ganar una carrera; el estado producido por las bebidas alcohólicas, el trance o las drogas heroicas; el placer que produce satisfacer el propio sadismo, la pasión de matar o de desmembrar lo que está vivo. Desde luego, para hacerse ricos o famosos, los individuos deben mostrarse muy activos en el sentido de estar ocupados, pero no en el sentido de “nacer dentro de sí mismos”. Cuando han alcanzado su meta pueden sentirse “emocionados”, “intensamente satisfechos”, creer que han alcanzado la “cumbre”; pero ¿cuál cumbre? Quizá la de la excitación, de la satisfacción, un estado de trance o de orgía; pero pueden haber alcanzado esto impulsados por pasiones que, aunque humanas, sin embargo son patológicas, ya que no conducen a una solución intrínsecamente adecuada para la condición humana. Tales pasiones no producen mayor desarrollo y fortaleza, sino, al contrario, una invalidez humana. El placer del hedonismo radical, la satisfacción de nuevos deseos, los placeres de la sociedad contemporánea producen distintos grados de excitación, pero no alegría. De hecho, la falta de gozo obliga a buscar placeres siempre nuevos, cada vez más excitantes.
La alegría por el sexo sólo se siente cuando la intimidad física es al mismo tiempo la intimidad del amor.
En el desarrollo cristiano, hasta el nombre del Evangelio (buena nueva) muestra el lugar central del júbilo y la alegría. En el Nuevo Testamento, la dicha es el fruto de haber renunciado a tener, mientras que la tristeza es el estado de ánimo del que se aferra a las posesiones. (Véase, por ejemplo, San Mateo 13:44 y 19:22.) En muchas expresiones de Jesucristo, el gozo se concibe como concomitante de vivir en el modo de ser. En su última alocución a los apóstoles, Jesús les habló de la alegría en la forma final: “Estas cosas os he hablado, para que mi gozo esté en vosotros, y vuestro gozo sea cumplido” (San Juan 15:11).
Las afirmaciones de Spinoza sólo se comprenden plenamente si las colocamos en el contexto de todo su sistema de pensamiento. Para no decaer, debemos tratar de acercarnos a “un modelo de la naturaleza humana”, esto es, debemos ser óptimamente libres, racionales, activos. Debemos llegar a ser lo que podemos ser. Esto debe entenderse como el bien que es potencialmente inherente a nuestra naturaleza. Spinoza entiende por “bueno” “aquello que sabemos ciertamente que es un medio para acercarnos más y más al modelo de la naturaleza humana que nos hemos propuesto”; y “por malo, en cambio, entiendo aquello que sabemos ciertamente que nos impide reproducir ese mismo modelo (Ética, 4, Prefacio, p. 174) .
La alegría es el bien; la tristeza (tristitia) es el mal. La alegría es una virtud; la tristeza es un pecado.
La alegría, pues, es lo que sentimos en el proceso de acercamos más a la meta de ser nosotros mismos.
Cuán opresivas o cuán liberales son las leyes y cuáles son los medios para su cumplimiento son cosas de poca importancia en relación con el problema capital: la gente debe aprender a temer a la autoridad, y no sólo a los policías que “hacen cumplir la ley” con sus armas. Este temor no basta para salvaguardar el funcionamiento adecuado del Estado; el ciudadano debe internalizar este temor, y transformar la obediencia en una categoría moral y religiosa: el pecado.
La gente no sólo respeta por miedo la ley, sino también porque se siente culpable si desobedece. Este sentimiento de culpa puede quedar superado por el perdón que sólo la misma autoridad puede otorgar. Las condiciones para este perdón son: el arrepentimiento del pecador, su castigo, y al aceptar el castigo someterse de nuevo. La secuencia es: pecado (desobediencia) -> sentimiento de culpa -> nueva sumisión (el castigo) -> el perdón, lo que es un círculo vicioso, ya que la desobediencia produce un aumento de la obediencia. Sólo unos cuantos no se dejan intimidar. Prometeo es su héroe. A pesar del cruel castigo que le aplicó Zeus, Prometeo no se sometió, ni se sintió culpable. Él sabía que quitarles el fuego a los dioses y dárselos a los humanos era un acto de compasión; él desobedeció, pero no pecó. Como muchos otros héroes del amor (mártires) de la especie humana, rompió la ecuación entre desobediencia y pecado.
La sociedad no está formada por héroes. Como las mesas sólo fueron servidas para una minoría, y la mayoría había de servir a los fines de la minoría y sentirse satisfecha con lo que le dejaban, hubo de cultivar la idea de que la desobediencia es pecado. El Estado y la Iglesia la cultivaron, y trabajaron juntos, porque ambos debían proteger sus jerarquías. El Estado necesitaba de la religión para tener una ideología que fundiera la desobediencia y el pecado; la Iglesia necesitaba creyentes a los que el Estado hubiera disciplinado, en la virtud de la obediencia. Ambos aprovecharon la institución de la familia, cuya función era educar a los hijos en la obediencia desde el primer momento en que mostraran voluntad propia (generalmente, por lo menos, desde el inicio del control de esfínter). La voluntad propia del niño debía quedar doblegada para prepararlo para su ulterior funcionamiento adecuado como ciudadano.
Vivimos en el modo de tener en la medida en que internalizamos la estructura autoritaria de la sociedad.
Santo Tomás de Aquino afirmó: “A Dios no podemos ofenderlo, a menos que actuemos contra nuestro propio bienestar”. Para Santo Tomás de Aquino el bien humano (bonum humantim) no está arbitrariamente determinado por deseos puramente subjetivos, ni por deseos instintivamente dados (“naturales” en el sentido estoico), ni por la voluntad arbitraria de Dios. Está determinado por nuestra comprensión racional de la naturaleza humana y de las normas que, basadas en esta naturaleza, fomentan nuestro desarrollo y bienestar óptimos.
Después de la Caída, hombre y mujer se volvieron plenamente humanos, o sea, dotados de razón, con conciencia del bien y del mal, conscientes de que cada uno era distinto y de que su unicidad original estaba rota y que se habían vuelto extraños uno del otro. Estaban juntos, sin embargo se sentían separados y distantes. Sentían la vergüenza más profunda: la de enfrentarse a un prójimo estando “desnudo”, y simultáneamente experimentaron un alejamiento mutuo, un abismo indescriptible que separa a uno de otro. “Se hicieron delantales”, y así trataron de evitar el pleno encuentro humano, la desnudez en que se veían; pero la vergüenza, y también la culpa, no pueden eliminarse con el ocultamiento. Ellos no se amaban; quizá se deseaban físicamente, pero la unión física no remedia el alejamiento humano. Que no se amaban lo indican sus actitudes: Eva no trató de proteger a Adán, y él evitó el castigo denunciándola como la culpable, y no la defendió.
¿Qué pecado cometieron? Enfrentarse uno al otro como seres humanos separados, aislados, egoístas, incapaces de superar su separación con la unión amorosa. Este pecado está enraizado en nuestra existencia humana. Separados de la armonía original con la naturaleza, la característica del animal cuya vida está determinada por los instintos innatos, dotados de razón y conciencia de nosotros mismos, no podemos dejar de sentir nuestra separación de cualquier otro ser humano. En la teología católica este estado de existencia, de completa separación y alejamiento, sin la redención del amor, es la definición del “infierno”. Es insoportable para nosotros. Debemos superar de algún modo la separación absoluta: mediante la sumisión o mediante el dominio, o tratando de acallar la razón y la conciencia. Sin embargo, estos caminos sólo ofrecen un éxito momentáneo, y bloquean el camino de una verdadera solución. Sólo hay una vía para salvarnos de este infierno: dejar la prisión de nuestro egocentrismo, salir y unirnos con el mundo. Si la separación egocéntrica es el pecado capital, entonces éste se expía mediante el amor. La palabra misma “atonement” [expiación] expresa este concepto, porque su etimología se deriva de “atonement” (“At-one-ment” ‘ separado por sus partículas, revela claramente el concepto original expresado por este vocablo: “liacerse uzio con”. “fundirse”. [Ed,]). que en inglés antiguo significa “unión”). Como el pecado de la separación no es un acto de desobediencia, no necesita ser perdonado, sino remediado; y el amor, no la aceptación del castigo, es el elemento curativo. “Como obra de restitución (Wiederherstellung), el hecho de la salvación parece necesario como recuperación de la unidad perdida, como restauración de la sobrenatural unidad con Dios y al mismo tiempo la unidad de los hombres entre sí.
En resumen, en el modo de tener, y por ello en la estructura autoritaria, el pecado es la desobediencia, y se supera con el arrepentimiento «el castigo» una sumisión renovada. En el modo de ser, en la estructura no autoritaria, el pecado es un alejamiento sin solución, pero se supera con el pleno desarrollo de la razón y el amor, y con la unión.
Sólo hay una manera (que enseñaron Buda, Jesucristo, los estoicos, el Maestro Eckhart) de superar verdaderamente el temor a la muerte, y consiste en no aferrarse a la vida ni experimentarla como una posesión. El temor a morir no es en realidad lo que parece: el miedo a dejar de vivir. La muerte no nos preocupa; dijo Epicuro: “Mientras existimos, la muerte no está aquí; pero cuando la muerte está aquí, ya no somos” (Diógenes Laercio). Seguramente, puede haber miedo a sufrir y al dolor que puede preceder a la muerte, pero este temor es diferente del de morir. Aunque el miedo a la muerte puede parecer irracional, no lo es si la vida se concibe como posesión. No sentimos miedo a morir, sino a perder lo que tenemos: el temor de perder mi cuerpo, mi ego, mis posesiones y mi identidad; de enfrentarme al abismo de la nada, de… perderme”.
En la medida en que vivimos en el modo de tener, tememos a la muerte. Ninguna explicación racional suprimirá este temor; pero puede disminuirse, aun a la hora de la muerte, mediante nuestra reafirmación de nuestro vínculo con la vida, mediante una respuesta al amor de los otros que puede inflamar nuestro propio amor. La pérdida del miedo a morir no debe comenzar como preparación para la muerte, sino como esfuerzo continuo por reducir el modo de tener y aumentar el modo de ser. Como decía Spinoza: Los sabios piensan en la vida, no en la muerte.
Quizá el dato más importante es el deseo de inmortalidad, profundamente enraizado, que se manifiesta en muchos ritos y creencias que intentan conservar el cuerpo humano. Por otra parte, la negación moderna (específicamente norteamericana) de la muerte mediante el “embellecimiento” del cuerpo señala igualmente la represión del temor a morir disfrazando la muerte.
El modo de ser sólo existe aquí y ahora (hic et nunc). El modo de tener sólo existe en el tiempo: en el pasado, en el presente y en el futuro.
En el modo de tener, estamos vinculados con lo que hemos acumulado en el pasado: dinero, tierras, fama, posición social, conocimientos, hijos, recuerdos. Pensamos en el pasado, y lo experimentamos recordando los sentimientos (o los que parecen ser sentimientos) del pasado. (Esta es la esencia del sentimentalismo.) Somos el pasado: podemos decir: “Yo soy lo que fui”.
El presente es el punto donde se unen el pasado y el futuro, una frontera en el tiempo, pero no distinto en calidad de los dos reinos que une.
La experiencia de amar, de gozar, de captar la verdad no ocurre en el tiempo, sino en el aquí y ahora. El aquí y el ahora es la eternidad, o sea, la intemporalidad; pero la eternidad no es, como se interpreta mal comúnmente, el tiempo indefinidamente prolongado.
Sin embargo, debe hacerse una importante salvedad respecto a la relación con el pasado. Aquí nos hemos referido a recordar el pasado, a pensar en éste y meditar sobre él. En este modo de “tener” el pasado, éste se encuentra muerto; pero también podemos volverlo a la vida. Se puede experimentar una situación del pasado con la misma frescura que si hubiera ocurrido en el aquí y ahora; esto es, se puede re-crear el pasado, darle vida (resucitar a los muertos, hablando simbólicamente). En el grado en que se hace esto, el pasado deja de ser pasado; es el aquí y ahora.
En el modo de tener, el tiempo se vuelve nuestro amo. En el modo de ser, el tiempo es destronado; ya no es el ídolo que gobierna nuestra vida.
Al no hacer nada, excepto desobedecer las demandas del tiempo, tenemos la ilusión de que somos libres, cuando estamos, de hecho, sólo en libertad bajo palabra fuera de la prisión del tiempo.
La sociedad madura. Dennis Gabor:
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Para soportar la buena fortuna hacen falta más virtudes que para soportar la adversidad. La Rochefoucauld.
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Entre mis amigos hay tres escritores húngaros que pasaron años en las prisiones y campos de concentración de la Hungría de Rákosi entre 1949 y 1953… Los tres aseguran que nunca se sintieron físicamente mejor ni mentalmente más despiertos que cuando eran alimentados con pan enmohecido, patatas heladas y judías duras como piedras; y en escasa cantidad… Uno de ellos –Paul Ignotus- no se percató de que estaba siendo torturado después de haber estado encerrado toda una larga tarde en una cabina llena de púas por todas partes que le obligaban a mantenerse en posición vertical. Pensó que aquello era algún trabajo mal acabado, pues estaba reflexionando en busca de la respuesta a una pregunta que le había formulado la noche antes un compañero intelectual.
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¿Y la seguridad? No en todos pero sí en muchos casos ejerce sobre el hombre unos efectos parecidos a los que escribe Shakespeare: el derroche del espíritu, es un despilfarro de vergüenza (…) apenas ha sido conseguido se desdeña.
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Arthur Koestler arguye que semejante creencia en los sacrificios humanos, incluso en el propio sacrificio, es un error innato evolutivo del hombre, que posiblemente le lleve a su destrucción, a no ser que podamos producir el equivalente de una mutación por medio de drogas aún no descubiertas.