Domingo, 25 de Julio de 2021

Filosofía del hombre. Agustín Basave Fernández del Valle:

Primero vivir, después filosofar. Lo niego -dice Eugenio D’Ors-, en esto no conozco primero ni después. También filosofar es vivir. Publio se llama filósofo porque vive en conciencia de la eternidad del momento.

El conocimiento esencial y el contacto existencial.

El hombre, decíamos en el inicio, es un peregrino y su historia es la historia de su peregrinación. Ahora podemos agregar esto: es un peregrino de lo absoluto. Y cuando se va en camino se piensa y se siente, ineludiblemente, el peligro del camino y la fragilidad del caminante. Surge entonces la angustia ante la nada.

Higinius -conocido literato de la corte del emperador Augusto- expuso en forma poética la doctrina antropológica de la angustia. El propio Heidegger ha insertado en la página 197 de su obra Sein und Zeit, el párrafo relativo: «Atravesaba el cuidado un río, cuando vio lodo gredoso; tomolo pensativo y comenzó a modelarlo. Al reflexionar sobre lo hecho entró en escena Júpiter. Suplícale el Cuidado que le infunda espíritu, y lo obtiene fácilmente. Al querer el Cuidado imponerle su propio nombre, estorbóselo Júpiter, diciendo que era su nombre el que había que darle. Mientras discuten el Cuidado y Júpiter levántase la tierra, y quiere que sea su nombre, ya que le había dado el cuerpo. Toman a Saturno como juez, quien decide justo: Júpiter, tú que le diste el espíritu, le recuperarás a su muerte; y tú, tierra, su cuerpo, pues se lo diste. El Cuidado, que es quien primero lo modeló, poséalo mientras viva. Y por lo que hace a la actual controversia, Homo será su nombre, pues, parece hecho de lodo, o sea de humus.

Me angustio porque existo como existo en el mundo; porque he salido de la nada y porque me circundan innumerables amenazas de privación de la plenitud a que aspiro.

Para Heidegger, el cuidado es la última estructura indiferenciada del ser en el mundo (Dasein). Se descubre el cuidado por el sentimiento de angustia, que es sentimiento de abandono y soledad al sentirse arrojado en el mundo y destinado a desaparecer en la muerte. La preocupación y la solicitud no son más que modalidades del cuidado.

Filosofar es experimentar el ser en el fracaso.

Tanto la descripción de Heidegger sobre la angustia, como la de Jaspers y la de Sartre son, en el fondo, meras experiencias personales cuya validez sólo se limita a sus respectivos autores.

Hay, sin embargo, una gran diferencia con la angustia de los ateos: la nuestra no es desesperada.

Termina la vivencia de la angustia y el recuerdo todavía candente nos impulsa a declarar -como lo dice Heidegger- que aquello de y por lo que nos hemos angustiado era realmente nada.

Mi ser caduco y fofo que va fluyendo hacia la nada es mi ser, pero no todo mi ser. Si soy, quiero seguir siendo y tengo que ser porque participo de alguna manera de aquél que verdaderamente Es y que me sacó de la nada. Que mi carne y mis huesos se conviertan en polvo, pero que mi ser fundamental, aquél que unifica y vivifica mi vida, subsista y subsista en mejor forma. Ése es el anhelo primordial que triunfa de la angustia. Porque yo puedo hasta resignarme a perder el mundo y a perder el cuerpo, pero lo que nunca podría consentir sería el diluirme en el abismo sin fondo del no ser.

Lo que no cabe ante la angustia es la indiferencia. O se trasciende rindiéndose a la voluntad de Dios, o se acepta con una fingida -y en el fondo desesperada- resignación ante la nada.

 La angustia es el sentimiento de nuestro desamparo ontológico. La esperanza es el presentimiento de nuestra plenitud subsistencial. He aquí el fondo de mi metafísica integral de la existencia: la pareja angustia-esperanza es inescindible. Esta pareja psicológica corresponde a esta otra pareja ontológica: desamparo metafísico-plenitud subsistencial. La coexistencia de estos momentos en la vida humana es orgánica y forma una unidad sustancial. Los vaivenes de la vida se deben al predominio del sentimiento de nuestro desamparo ontológico o al predominio del pre-sentimiento de nuestra plenitud subsistencial. En el ens contingens que es el hombre, hay un desfiladero hacia la nada y una escala hacia lo absoluto. Somos los humanos una misteriosa amalgama de nada y de eternidad.

Sin sentir el peso de la enfermedad, los achaques de la vejez y las amenazas de la muerte, la humanidad se desliza sobre el tiempo con fruición. Por cada nuevo sepulcro se construyen cinco nuevas cunas; por cada ambulancia de la cruz roja -que con su sirena nos oprime el corazón- desfilan cien automóviles en los que solamente se refleja el bienestar; por cada hospital hay cien centros de esparcimiento; por cada cárcel hay cien iglesias.

Ni pesimismo, ni optimismo. Simplemente aceptación cabal de la existencia íntegra con el lado de la angustia y con el lado de la esperanza.

Y así como la angustia difiere de los diversos miedos concretos, así también la esperanza se diferencia de las esperas de algo. La esperanza posee un contenido intencional íntimo: es la disponibilidad o entrega confiada de nuestro ser en el tiempo, a nuestra dimensión religada. Es en el interior del hombre donde se realiza la esperanza, a diferencia de las múltiples esperas que reclaman el mundo para sus concretas y diversas realizaciones.

Sólo espera quien carece de algo. Santo Tomás enseña que el bien futuro que suscita la esperanza ha de ser arduo y a la vez posible. Si no fuese arduo, no sería capaz de mantenernos tensa la voluntad con el anhelo de conseguirlo. Si no fuera posible, engendraría la desesperación y no la confianza de alcanzarlo. Esperanza nunca puede ser seguridad. Donde acaba mi propio poder y confío en alguien empieza la esperanza. En este sentido, la esperanza acusa la insuficiencia radical del hombre.

El filosofar auténtico no era aquél que fingimos aprender en la universidad, sino esta auto-contemplación de mi vida y de la vida que en esos instantes vivía tan dramáticamente.

Nuestros sentidos -como bien lo expresaba Pascal- no perciben nada extremo, demasiado ruido nos ensordece, demasiada luz nos deslumbra, demasiada distancia y demasiada proximidad impiden la vista, demasiada longitud y demasiada brevedad del discurso lo oscurece, demasiada verdad nos asombra.

Parece como si el esfuerzo, pendiente de su misión, nos atrapara súbitamente desde que nacemos, para poseernos en todo el transcurso de nuestra ruta, hasta despedirnos en la muerte, imponiéndonos entonces cruelmente su adiós, en esa actividad suprema que es la agonía.

Ahí están, pues, el que principia y el que termina la vida. Y en el intermedio, sólo una cadena de constantes y penosos esfuerzos, de la más variada índole.

Lucha el hombre denodadamente por alcanzar una posición que le permita, al menos, guarecerse de los elementos naturales y de las gentes; lucha el hombre de negocios por llevar a cabo sus propósitos; el intelectual, por resolver los problemas que le inquietan; el enfermo, por libertarse del dolor. Se esfuerza, en fin, el ser humano, por alcanzar la gloria, la fama, la riqueza, el amor, el placer, el ideal.

Si el destino adverso nos abate, siquiera que encuentre echados los cimientos.  La temporalidad es, en este sentido, la espuela del esfuerzo.

Para los seres finitos, insuficientes y contingentes, el mundo exterior se presenta como fatalidad y resistencia que hay que vencer a base de penoso esfuerzo.

Trabaja por trascender su miseria, su insuficiencia. El coronamiento de la lucha es la liberación; el término de la acción es la contemplación. Al esfuerzo le corresponde un sentido óntico [relativo al Ser] final: la plenitud.

Desde el hecho biológico de respirar hasta el acto espiritual de raciocinar no se realizan sin un cierto esfuerzo. Ante la amenaza de la muerte, respirar es ganar una batalla.

El esfuerzo por trascender pone de relieve una característica más de la vida humana: la insatisfacción.

El anhelo de ayer es la desilusión de hoy, y la meta de este día será la insatisfacción del de mañana.

Un  caudal de conocimientos nos asedian y se nos ofrecen prontos para ser devorados.

El desengaño es el impacto por el cual la verdad afecta a la existencia.

Lo que más vale en el hombre es su capacidad de insatisfacción. José Ortega y Gasset.

En este sentido vivir es no vivir, por lo menos no vivir del todo. Unamunianamente, Hernán Benítez habla de la paradoja de vivir sintiendo y sentir viviendo nuestra existencia inexistente y nuestra inexistencia existente

Al llegar a un abismo o se blasfema o se ora, pero lo que no se puede es cruzarlo con las solas fuerzas de la razón raciocinante.

Y ante esta tensión constante entre el desamparo ontológico y la plenitud subsistencial, entre la angustia y la esperanza, entre «la carne que tienta con sus frescos racimos y la tumba que aguarda con sus fúnebres ramos», entre la nada y el absoluto.

el Renacimiento si no niega la realidad sobrenatural, por lo menos la aparta abismalmente del hombre. Se exalta lo natural, lo temporal, lo material y se relega en el olvido lo sobrenatural, lo eterno, lo espiritual. El proceso de lo que se ha podido llamar «la pérdida de Dios» y cuyas etapas son las de la época moderna, se inicia con Ockam. Si Dios no es razón sino solamente omnipotencia, libre albedrío, entonces la razón humana es algo que únicamente tiene valor «de puertas adentro» del hombre.

El hombre meramente natural, pretendido por Rousseau, si algo significa es animalidad o salvajismo. La plenitud humana supone siempre una superación de los instintos meramente biológicos por la realización de toda una tabla de valores morales, artísticos, religiosos, etc. Cultura es mejoramiento de natura.

 

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