Aislamiento-social

Sin la protección ni el cuidado de su comunidad, el adolescente aislado desarrolló temores adicionales, los temores provocados por la soledad, terribles para un individuo nacido para vivir como animal social.

Debido a dichos temores, el individuo aislado desarrollo la conciencia de sí mismo, con su mecanismo defensivo de egoísmo y egocentrismo. Ello le empujó a un más intenso aislamiento y a una más profunda soledad. La primera consecuencia de estos nuevos temores fue la disminución de la eficacia de los sistemas sensoriales y perceptivos de nuestros ancestros rechazados. Los temores adicionales provocados por la soledad produjeron nuevos estímulos emocionales que llevaron a la distorsión de nuestros sentidos y nuestras percepciones.

Una consecuencia aún más significativa del incremento de los estímulos emocionales fue un marcado cambio que experimentó la actividad del cerebro.

La actividad mental de nuestro cerebro es estimulada, dirigida y está fundamentada en la energía de los estímulos emocionales. La más pequeña diferencia en los estímulos emocionales puede provocar distintos estados funcionales en nuestro cerebro, que dan lugar a diferentes tipos de conductas. El cerebro es una glándula que produce pensamientos y su actividad glandular puede ser modificada también por pensamientos o ideas creadas por dicha actividad mental.

En su soledad, las poco desarrolladas pautas de comportamiento del adolescente se volvieron confusas, provocando la duda y la incertidumbre. Esto fue lo que abrió el camino a la actividad especulativa de su cerebro. Las nuevas adquisiciones del adolescente solitario fueron una reducción de la eficacia en la percepción de los sentidos, una actividad cerebral basada en altos niveles emocionales, la duda y la búsqueda del orden. Estas cuatro nuevas conquistas produjeron un nuevo mecanismo de conocimiento: la mente con todo su mundo de aproximaciones, suposiciones, opiniones, creencias, esperanzas, hipótesis y fantasías.

Todo animal social, al ser aislado de su grupo, especialmente en su adolescencia, desarrolla temores adicionales, grandes estímulos emocionales que confunden sus sistemas sensoriales y perceptivos, impulsando su cerebro hacia cierta clase de fantasías que se ven reflejadas en su conducta patológica.

Nuestra mente es, por lo tanto, el resultado de nuestra actividad cerebral en un estado de elevada estimulación emocional producida por la inquietud, la incertidumbre y los temores de un individuo aislado y solitario.

Los individuos que viven en comunidades, y especialmente aquellos que viven en comunidades influenciadas o dirigidas por madres, fantasean mucho menos que aquellos que viven en sociedades en la que se cultiva la independencia individual. Los profetas de todos los tiempos se retiraban a la soledad del desierto para incrementar la actividad de sus mentes. El aumento de los estímulos emocionales provocados por el miedo a la soledad en el desierto podía llegar a inhibir la percepción sensorial hasta el punto de hacer posible que los ermitaños tuviesen apariciones, revelaciones o visiones.

La esperanza sólo la pudo crear un cerebro que funcionara con percepciones distorsionadas.

Una percepción distorsionada permite la adivinación, la especulación, y ambas, adivinación y especulación, están dirigidas por un anhelo interior de reducir o de aplacar los sentimientos de vulnerabilidad. Las especulaciones del cerebro inspiradas por el anhelo de reducir o aplacar los temores y el sentimiento de vulnerabilidad han llegado a crear nuestra característica principal, perteneciente únicamente a la humanidad adolescente: el optimismo a ultranza.

¿De qué manera pudo este optimismo a ultranza del adolescente ayudarle a solventar el problema de la irritación provocada por los miedos adquiridos como individuo aislado y solitario? La mente adolescente halló la solución más fácil: la fuga. Mediante la fuga de la realidad hacia su mundo de imaginación y fantasía. Mediante la fantasía, el adolescente reemplazó su frágil e inadecuado ‘yo’ por una idea del ‘yo’ idealizado ‘que debía ser’.

Cuando el adolescente inventó su idealizado ‘yo’ se quedó prendado de él. Está en la naturaleza del creador el enamorarse de su obra. Con el amor a sí mismo, el ‘yo’ del adolescente se convirtió en el centro del Universo. Tal vez por ello le costó a la humanidad tanto tiempo encontrar a un Copérnico.

Al aparecer la mente, nuestra percepción sensorial llegó a estar aún más distorsionada. Con la aparición de la mente, el sentido común y la actividad inteligente del cerebro fueron reemplazados por el optimismo a ultranza de la mente, dirigida por el interés y la lógica del pretencioso ‘yo’ autoinventado.

Escapando de la terrorífica realidad hacia el mundo de la mente, desarrollamos un nuevo miedo, el miedo latente a fracasar en nuestras expectativas y esperanzas optimistas.

Desarrollamos el temor a que nuestras pretensiones no se materialicen. Tarde o temprano llegamos a intuir la discrepancia que existe entre el ego idealizado por nuestra mente y las aptitudes de nuestro verdadero ‘yo’ para realizar sus pretensiones. Al intuir la precariedad y vulnerabilidad de nuestra existencia abstracta desarrollamos el miedo a que nuestro envanecido ‘yo’ pueda ser el de un perdedor.

Muchas de nuestras absurdas, innecesarias e irracionales actividades, gran parte de nuestra intranquilidad y agitación, de nuestra avidez y nuestra envidia están basadas en los temores de nuestra mente, en el miedo a que nuestras ambiciones, deseos y expectativas no se realicen, en el miedo al fracaso de nuestras esperanzas y en el pavor a perder lo que nuestra mente considera sus conquistas positivas.

Con la persistencia en sus ideas optimistas y la perseverancia en sus prejuicios o creencias, nuestra mente provoca un permanente estado de inseguridad y un prolongado temor al fracaso. (El amor propio, la pasión por uno mismo, las ilusiones y las creencias están en permanente amenaza en la mente del observador).

La continua inseguridad del mundo mental del adolescente y el prolongado temor al fracaso del autocreado ‘yo’ produjo un estado más o menos permanente de alarma que, a su vez, provoco un estímulo emocional más o menos permanente. Al no descargarse en la lucha o en  la huida (por las represiones sociales), el estímulo llega a provocar una incomodidad biológica, una irritación interior, estrés o tensión que da lugar a un problema social de adaptación que genera síntomas patológicos, el primero de los cuales es la rebeldía con los progenitores que tanto dificulta las relaciones entre padres e hijos y que si no se soluciona produce un deterioro en las relaciones familiares.