Diógenes

Diógenes el Cínico (404-323 a.n.e.) de Sínope. Filósofo griego, discípulo de Antístenes, fundador de la escuela cínica (cínicos); llevó las concepciones de su maestro hasta las consecuencias más extremas. Como Antístenes, reconocía sólo lo singular y criticaba la doctrina de Platón sobre las ideas como esencias generales. Rechazaba todos los progresos de la civilización y exhortaba a limitar la satisfacción de las necesidades a las indispensables y de carácter animal. Todo esto es posible pero se necesita un duro entrenamiento. Rechazó también el politeísmo con todos los cultos religiosos, por considerarlos instituciones puramente humanas y superfluas. Diógenes criticaba las diferencias de clase, predicaba el ascetismo.  La leyenda cuenta que se deshizo de todo lo que no era indispensable, incluso abandonó su escudilla cuando vio que un muchacho bebía agua en el hueco de las manos.

Diógenes, como todos los cínicos recomienda el entrenamiento para adquirir la areté [virtud], ejercitarse tanto física como mentalmente para endurecerse y llegar a la impasibilidad y a la autosuficiencia. La independencia se consigue con el esfuerzo.  La tradición le ha atribuido osadía e independencia ante los poderosos, desdén por las normas de conducta social; según lo que de él se ha contado, vivía en un tonel. Es poco probable, sin embargo, que su imagen de cínico sin rebozo, en extremo pintoresca, corresponda plenamente a la realidad, pues son contradictorios los datos que sobre este particular se poseen.

Cuando Diógenes llegó a Atenas, quiso ser discípulo de Antístenes, pero este no quiso. Ante su insistencia, Antístenes le amenazó con su cayado, pero Diógenes le dijo: “no hay un bastón lo bastante duro para apartarme de ti, mientras crea que tienes algo que decir”.

Cuando fue puesto a la venta como esclavo, le preguntaron qué era lo que sabía hacer, y el contestó: “mandar, comprueba si alguien quiere comprar un amo”.

Frases:

  • ‘Para el hombre de bien, todos los días son de alegría y regocijo’.
  • ‘El único bien es el conocimiento, y el único mal es la ignorancia’.
  • ‘El más dañino de los animales salvajes es el murmurador, y de los animales domésticos el adulador’.
  • ‘Mira bien quién es tu enemigo, porque si por tal le tienes y él no lo es, puede ser tu enemigo mayor’.
  • ‘Los grandes son como el fuego, que no conviene alejarse ni acercarse mucho a él’.
  • ‘Los malvados obedecen a sus pasiones, como los esclavos a sus dueños’.
  • ‘Cuando estoy entre locos, me hago el loco’.
  • ‘Un hombre debe vivir cerca de sus superiores como cerca del fuego: ni tan cerca que se queme ni tan lejos que se hiele’.
  • ‘El insulto deshonra a quien lo infiere, no a quien lo recibe’.
  • ‘Cuanto más conozco a la gente más quiero a mi perro’.
  • ‘Tenemos dos orejas y una sola lengua para que oigamos más y hablemos menos’.
  • ‘Todo se consigue con el trabajo, hasta la virtud’.
  • ‘¿Para qué buscar placeres pasajeros. Lo importante es vivir con sencillez’.

La crítica a la religión y la superstición

Viendo en cierta ocasión cómo los sacerdotes custodios del templo conducían a uno que había robado una vasija perteneciente al tesoro del templo, comentó: «Los ladrones grandes llevan preso al pequeño».

Cierto día observó a una mujer postrada ante los dioses en actitud ridícula y, queriendo liberarla de su superstición, se le acercó y, de acuerdo con la narración de Zoilo de Perga, le dijo: «¿No temes, buena mujer, que el dios esté detrás de ti (pues todo está lleno de su presencia) y tu postura resulte entonces irreverente?».

A los que se inquietaban por sus sueños, les censuraba que descuidaran lo que hacían despiertos y se preocuparan en cambio tanto de lo que imaginaban dormidos.

Al ser iniciado en los misterios órficos, como el sacerdote aseguraba que a los admitidos en los ritos les esperaban innumerables bienes en el Hades [en el más allá], le replicó: «¿Por qué, entonces, no te suicidas?».

A quien le decía que la vida era un mal, lo corrigió: « No la vida, sino la mala vida».

Desprecio de las convenciones sociales y de todas las diferencias que se fundan en ellas

Solía hacerlo todo en público, las obras de Deméter [relativas a la comida] y las de Afrodita [relativas al sexo]. Y lo justificaba argumentando que si comer no es un absurdo, no es absurdo hacerlo en la plaza pública; y como resulta que comer es natural, también lo es hacerlo en la plaza pública. Se masturbaba en público y lamentaba que no fuera tan sencillo verse libre de la otra comezón del hambre frotándose las tripas.

Habiéndole uno invitado a entrar en su lujosa mansión, le advirtió que no escupiese en ella, tras lo cual Diógenes arrancó una buena flema y la escupió a la cara del dueño, para decirle después que no le había sido posible hallar lugar más inmundo en toda la casa.

Solía decir, como sabemos por Hecatón en sus Sentencias, que es preferible la compañía de los cuervos a la de los aduladores, pues aquéllos devoran a los muertos; éstos, a los vivos.

Afirmaba también que las cosas de mucho valor tenían muy poco precio, y a la inversa: una estatua llega a alcanzar los tres mil dracmas mientras que un quénice de harina se vende a dos ochavos.

La búsqueda de la felicidad y la vuelta a la naturaleza

Relata Teofrastro en su Megárico que, observando en cierta ocasión a un ratón que correteaba sin rumbo fijo, sin buscar lecho para dormir, sin temor a la noche, sin preocuparse de nada de lo que los humanos consideran provechoso, descubrió el modo de adaptarse a las circunstancias. Fue el primero, dicen algunos, que dobló su manto al verse obligado a dormir sobre él; que llevó alforjas para poner en ellas sus provisiones, y que hacía en cualquier lugar cualquier cosa, ya fuese comer, dormir o conversar. Así solía decir, señalando al pórtico de Zeus y al Pompeyon, que los atenienses le habían provisto de lugares para vivir. Bastón, al principio, no lo usó sino estando enfermo. Pero posteriormente lo llevaba a todas partes, no sólo por la ciudad, sino también por los caminos, juntamente con la alforja. Así lo atestigua Olimpiodoro, magistrado de Atenas y Polieucto, el orador, y Lisanias, el hijo de Escrión. Encargó a uno que le buscase una choza donde vivir, pero como éste se demorara, se alojó en un barril del Metrón, según él mismo narra en sus Cartas. En verano se revolcaba en la arena ardiente y en el invierno abrazaba las estatuas cubiertas de nieve, ejercitándose ante todo tipo de adversidades.

Observando cierta vez un niño que bebía con las manos, arrojó el cuenco que llevaba en la alforja, diciendo: «Un niño me superó en sencillez».  Asimismo se deshizo de su escudilla cuando vio que otro niño, al que le se había roto el plato, recogía sus lentejas en la cavidad de un pedazo de pan.

Proclamaba que los dioses habían otorgado a los hombres una vida fácil, pero que éstos lo habían olvidado en su búsqueda de exquisiteces, afeites [productos para el cuidado corporal], etc. Por eso, a uno que estaba siendo calzado por su criado, le dijo:«No serás enteramente feliz hasta que tu criado te suene también las narices, lo que ocurrirá cuando hayas olvidado el uso de tus manos».

A los que le aconsejaban salir en persecución de su esclavo fugitivo, les replicó: “Sería absurdo que Manes pudiera vivir sin Diógenes y Diógenes, en cambio, no pudiese vivir sin Manes”.

La sabiduría y la filosofía

A uno que le reprochó: «Te dedicas a la filosofía y nada sabes», le respondió: «Aspiro a saber, y eso es justamente la filosofía».

Preguntado acerca de qué beneficio había obtenido de la filosofía, contestó: «Como mínimo, estar preparado para cualquier contingencia». Preguntándole uno de dónde era, respondió: «Ciudadano del mundo».

A uno que le manifestó el deseo de filosofar junto a él, Diógenes le entregó un atún y le ordenó seguirle. Aquél, avergonzado de llevarlo, se deshizo del atún y se alejó. Diógenes se encontró con él al cabo de un tiempo y, riéndose, exclamó: «Un atún ha echado a perder nuestra amistad».

La filosofía como provocación

Se acercó a Anaxímenes, el orador, que era extremadamente obeso, y le propuso: «Concede a nosotros, mendigos, parte de tu estómago; nosotros saldremos ganando y para ti será un gran alivio».  Cuando el mismo orador peroraba, Diógenes distrajo a su audiencia esgrimiendo un pescado. Irritado aquél, Diógenes concluyó: «Un pescado de un óbolo desbarató el discurso de Anaxímenes».

Se comportaba de modo terriblemente mordaz: echaba pestes de la escuela de Euclides, llamaba a los diálogos platónicos pérdidas de tiempo; a los juegos atléticos dionisíacos, gran espectáculo para estúpidos; a los líderes políticos, esclavos del populacho. Solía también decir que, cuando observaba a los pilotos, a los médicos y a los filósofos, debía admitir que el hombre era el más inteligente de los animales; pero que, cuando veía a intérpretes de sueños, adivinos y a la muchedumbre que les hacía caso, o a los codiciosos de fama y dinero, pensaba que no había ser viviente más necio que el hombre. Repetía de continuo que hay que tener cordura para vivir o cuerda para ahorcarse.

Cierta vez que nadie prestaba atención a una grave disertación suya, se puso a hacer trinos. Como la gente se arremolinara en torno a él, les reprochó el que se precipitaran a oír sandeces y, en cambio, tardaran tanto en acudir cuando el tema era serio. Decía que los hombres competían en cocearse mejor y cavar mejor las zanjas, pero no en ser mejores. Se extrañaba asimismo de que los gramáticos se ocuparan con tanto celo de los males de Ulises, despreocupándose de los suyos propios; de que los músicos afinaran las cuerdas de sus liras, mientras descuidaban la armonía de sus disposiciones anímicas; o de que los matemáticos se dieran a observar el sol y la luna, pero se despreocuparan de los asuntos de aquí; de que los oradores elogiaran la justicia, pero no la practicaran nunca; o de que, por último, los codiciosos echasen pestes del dinero, a la vez que lo amaban sin medida. Reprochaba asimismo a los que elogiaban a los virtuosos por su desprecio del dinero, pero envidiaban a los ricos. Le irritaba que se sacrificase a los dioses en demanda de salud y, en el curso del sacrificio, se celebrara un festín perjudicial a la salud misma. Se sorprendía de que los esclavos, viendo a sus dueños devorar manjares sin tregua, no les sustrajeran algunos.

Elogiaba a los que, a punto de casarse, se echaban atrás; a los que, yendo a emprender una travesía marítima, renunciaban al final; a los que proyectaban vivir junto a los poderosos, pero renunciaban a ello.

Decía imitar el ejemplo de los maestros de canto coral, quienes exageran la nota para que los demás den el tono justo.

En otra ocasión, gritó: «¡Hombres a mí!» Al acudir una gran multitud les despachó golpeándolos con el bastón: «Hombres he dicho, no basura».

Su mendicidad

Estaba en una ocasión pidiendo limosna a una estatua. Preguntándole por qué lo hacía, contestó: «Me ejercito en fracasar».  Para mendigar –lo que hacía a causa de su pobreza- usaba la fórmula: «Si ya has dado a alguien, dame también a mí; si no, empieza conmigo».

¿Por qué –se le preguntó- la gente da dinero a los mendigos y no a los filósofos? «Porque –repuso- piensan que, algún día, pueden llegar a ser inválidos o ciegos, pero filósofos, jamás».

Pedía limosna a un individuo de mal carácter. Este le dijo: «Te daré, si logras convencerme». «Si yo fuera capaz de persuadirte –contestó Diógenes- te persuadiría para que te ahorcaras».

En un banquete algunos le echaron huesos, como si fuera un perro: Diógenes, comportándose como un perro, orinó allí mismo.

Lo apalean unos jóvenes

  • Era normal que provocador nato encontrara alguna vez la horma de su zapato. Cuenta Metrocles en sus Anécdotas que en una ocasión Diógenes apareció medio afeitado en un banquete de jóvenes y salió molido a palos. Les saltó las muelas a los dos primeros que les atacaron, pero acudieron en su auxilio otros amigos y le dieron una salvaje paliza al filósofo.
  • Pero Diógenes era mucho Diógenes, y encontró el modo de encontrar reparación a aquella afrenta. Escribió el nombre de todos los que le habían propinado la paliza en una tablilla blanca y se paseaba por el ágora con ella colgada del cuello, hasta que les hizo pagar con creces la afrenta exponiéndolos a la censura y el desprecio públicos.
    • Diógenes, te pido perdón. – le dijo uno de aquellos jóvenes.
  • ¿Cuál de éstos eres tú? – le respondió Diógenes señalando la tablilla. – Anda, ven, cobarde, borra tú mismo tu nombre.

 La demostración del movimiento

Un filósofo sofista quiso demostrarle que el movimiento no existía. Diógenes contestó que si lo demostraba, lo creería, y el filósofo empezó a desarrollar complicados argumentos. Diógenes, que lo escuchaba sentado, se levantó y dijo:

Tú no me has demostrado nada y, sin embargo, yo te voy a mostrar que el movimiento existe.

Y echó a andar (de ahí procede el proverbio “el movimiento se demuestra andando”).

 Puntería.

Unos arqueros estaban tirando al blanco. Le tocaba a uno que tenia fama de hacerlo muy mal. Diógenes, que estaba por allí, fue a sentarse frente al blanco y dijo:

-Aquí estaré seguro; no sea que si me pongo en otro sitio, me hiera.